19.4.20

Escribir, tan solo eso

Escribir es prepararte para dar un salto al vacío. Cerrar los ojos y respirar profundamente hasta que tus pulmones alcancen su nivel máximo de oxígeno y tengas que soltarlo todo. Vaciarte por dentro de eso que te mantiene con vida y que, al mismo tiempo, te va debilitando poco a poco. Porque escribir, a veces, es una lucha. Una guerra de trinchera de la que nunca vuelves sin haber visto algún cadáver al que le asoman las tripas y puedes reconocer, sin mucho esfuerzo, dónde tiene el corazón o el estómago. Y esto -para qué vamos a engañarnos- no todo el mundo lo soporta. En ese territorio de frontera en el que conjugar el alma y la carne, escribir es una conquista. Es guiar a una centuria por un páramo, construyendo vías y puentes. Es levantar monasterios y castillos, con sus murallas, sus torres y sus almenas. Es erigir catedrales de altísimas vidrieras dejando que entre la luz en un desesperado intento por desterrar las tinieblas. Sombras que se elevan sobre los hombros como una nube de polvo; un torbellino caprichoso y violento capaz de arrastrarte en dirección vertical y opuesta al suelo que pisas. Sacudirte, revolverte del derecho y del revés mientras haces vanos esfuerzos por mantener los huesos y los músculos en su sitio. Entonces, solo entonces, puedes rendirte con rabia a aquello que es inevitable; aceptar sus leyes universales. Y escribir como si tuvieras autoridad sobre la armonía de un hormiguero, el color de las manzanas o la fuerza de una tormenta. Como si fueras capaz de alterar la órbita de un planeta del que depende el equilibrio de la galaxia. O como si todo lo grande y lo pequeño, lo divino o lo humano, lo finito e infinito pudieras comprimirlo y expandirlo a tu antojo para, finalmente, poder colocar la primera palabra en el folio en blanco.